Selección de Los Conjurados de Jorge Luis Borges

1

Cristo en la cruz

Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra.

Los tres maderos son de igual altura.

Cristo no está en el medio. Es el tercero.

La negra barba pende sobre el pecho.

El rostro no es el rostro de las láminas.

Es áspero y judío. No lo veo

y seguiré buscándolo hasta el día

último de mis pasos por la tierra.

El hombre quebrantado sufre y calla.

La corona de espinas lo lastima.

No lo alcanza la befa de la plebe

que ha visto su agonía tantas veces.

La suya o la de otro. Da lo mismo.

Cristo en la cruz. Desordenadamente

piensa en el reino que tal vez lo espera,

piensa en una mujer que no fue suya.

No le está dado ver la teología,

la indescifrable Trinidad, los gnósticos,

las catedrales, la navaja de Occam,

la púrpura, la mitra, la liturgia,

la conversión de Guthrum por la espada,

la Inquisición, la sangre de los mártires,

las atroces Cruzadas, Juana de Arco,

el Vaticano que bendice ejércitos.

Sabe que no es un dios y que es un hombre

que muere con el día. No le importa.

Le importa el duro hierro de los clavos.

No es un romano. No es un griego. Gime.

Nos ha dejado espléndidas metáforas

y una doctrina del perdón que puede

anular el pasado. (Esa sentencia

la escribió un irlandés en una cárcel).

El alma busca el fin, apresurada.

Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.

Anda una mosca por la carne quieta.

¿De qué puede servirme que aquel hombre

haya sufrido, si yo sufro ahora?

Kyoto, 1984.

2

Cesar

Aquí, lo que dejaron los puñales.

Aquí esa pobre cosa, un hombre muerto

que se llamaba César. Le han abierto

cráteres en la carne los metales.

Aquí lo atroz, aquí la detenida

máquina usada ayer para la gloria,

para escribir y ejecutar la historia

y para el goce pleno de la vida.

Aquí también el otro, aquel prudente

emperador que declinó laureles,

que comandó batallas y bajeles

y que rigió el oriente y el poniente.

Aquí también el otro, el venidero

cuya gran sombra será el orbe entero.

3

La tarde

Las tardes que serán y las que han sido

son una sola, inconcebiblemente.

Son un claro cristal, solo y doliente,

inaccesible al tiempo y a su olvido.

Son los espejos de esa tarde eterna

que en un cielo secreto se atesora.

En aquel cielo están el pez, la aurora,

la balanza, la espada y la cisterna.

Uno y cada arquetipo. Así Plotino

nos enseña en sus libros, que son nueve;

bien puede ser que nuestra vida breve

sea un reflejo fugaz de lo divino.

La tarde elemental ronda la casa.

La de ayer, la de hoy, la que no pasa.

4

La suma

Ante la cal de una pared que nada

nos veda imaginar como infinita

un hombre se ha sentado y premedita

trazar con rigurosa pincelada

en la blanca pared el mundo entero:

puertas, balanzas, tártaros, jacintos,

ángeles, bibliotecas, laberintos,

anclas, Uxmal, el infinito, el cero.

Puebla de formas la pared. La suerte,

que de curiosos dones no es avara,

le permite dar fin a su porfía.

En el preciso instante de la muerte

descubre que esa vasta algarabía

de líneas es la imagen de su cara.

5

Sherlock Holmes

No salió de una madre ni supo de mayores.

Idéntico es el caso de Adán y de Quijano.

Está hecho de azar. Inmediato o cercano

lo rigen los vaivenes de variables lectores.

No es un error pensar que nace en el momento

en que lo ve aquel otro que narrará su historia

y que muere en cada eclipse de la memoria

de quienes lo soñamos. Es más hueco que el viento.

Es casto. Nada sabe del amor. No ha querido.

Ese hombre tan viril ha renunciado al arte

de amar. En Baker Street vive solo y aparte.

Le es ajeno también ese otro arte, el olvido.

Lo soñó un irlandés, que no lo quiso nunca

y que trató, nos dicen, de matarlo. Fue en vano.

El hombre solitario prosigue, lupa en mano,

su rara suerte discontinua de cosa trunca.

No tiene relaciones, pero no lo abandona

la devoción del otro, que fue su evangelista

y que de sus milagros ha dejado la lista.

Vive de un modo cómodo: en tercera persona.

No baja más al baño. Tampoco visitaba

ese retiro Hamlet, que muere en Dinamarca

que no sabe casi nada de esa comarca

de la espada y del mar, del arco y de la aljaba.

(Omnia sunt plena Jovis. De análoga manera

diremos de aquel justo que da nombre a los versos

que su inconstante sombra recorre los diversos

dominios en que ha sido parcelada la esfera).

Atiza en el hogar las encendidas ramas

o da muerte en los páramos a un perro del infierno.

Ese alto caballero no sabe que es eterno.

Resuelve naderías y repite epigramas.

Nos llega desde un Londres de gas y de neblina

un Londres que se sabe capital de un imperio

que le interesa poco, de un Londres de misterio

tranquilo, que no quiere sentir que ya declina.

No nos maravillemos. Después de la agonía,

el hado o el azar (que son la misma cosa)

depara a cada cual esa suerte curiosa

de ser ecos o formas que mueren cada día.

Que mueren hasta un día final en que el olvido,

que es la meta común, nos olvide del todo.

Antes que nos alcance juguemos con el lodo

de ser durante un tiempo, de ser y de haber sido.

Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una

de las buenas costumbres que nos quedan. La muerte

y la siesta son otras. También es nuestra suerte

convalecer en un jardín o mirar la luna.

6

Un lobo

Furtivo y gris en la penumbra última,

va dejando sus rastros en la margen

de este río sin nombre que ha saciado

la sed de su garganta y cuyas aguas

no repiten estrellas. Esta noche,

el lobo es una sombra que está sola

que busca a la hembra y siente frío.

Es el último lobo de Inglaterra.

Odín y Thor lo saben. En su alta

casa de piedra un rey ha decidido

acabar con los lobos. Ya forjado

ha sido el fuerte hierro de tu muerte.

Lobo sajón, has engendrado en vano.

No basta ser cruel. Eres el último.

Mil años pasarán y un hombre viejo,

te soñará en América. De nada

puede servirte ese futuro sueño.

Hoy te cercan los hombres que siguieron

por la selva los rastros que dejaste,

furtivo y gris en la penumbra última.

7

Nubes (I)

No habrá una sola cosa que no sea

una nube. Lo son las catedrales

de vasta piedra y bíblicos cristales

que el tiempo allanará. Lo es la Odisea,

que cambia como el mar. Algo hay distinto

cada vez que la abrimos. El reflejo

de tu cara ya es otro en el espejo

y el día es un dudoso laberinto.

Somos los que se van. La numerosa

nube que se deshace en el poniente

es nuestra imagen. Incesantemente

la rosa se convierte en otra rosa.

Eres nube, eres mar, eres olvido.

Eres también aquello que has perdido.

8

Nubes (II)

Por el aire andan plácidas montañas

o cordilleras trágicas de sombra

que oscurecen el día. Se las nombra

nubes. Las formas suelen ser extrañas.

Shakespeare observó una. Parecía

un dragón. Esa nube de una tarde

en su palabra resplandece y arde

y la seguimos viendo todavía.

¿Qué son las nubes? ¿Una arquitectura

del azar? Quizá Dios las necesita

para la ejecución de Su infinita

obra y son hilos de la trama oscura.

Quizá la nube sea no menos vana

que el hombre que la mira en la mañana.

9

Góngora

Marte, la guerra. Febo, el sol. Neptuno,

el mar que ya no pueden ver mis ojos

porque lo borra el dios. Tales despojos

han desterrado a Dios, que es Tres y es Uno,

de mi despierto corazón. El hado

me impone esta curiosa idolatría.

Cercado estoy por la mitología.

Nada puedo. Virgilio me ha hechizado.

Virgilio y el latín. Hice que cada

estrofa fuera un arduo laberinto

de entretejidas voces, un recinto

vedado al vulgo, que es apenas, nada.

Veo en el tiempo que huye una saeta

rígida y un cristal en la corriente

y perlas en la lágrima doliente.

Tal es mi extraño oficio de poeta.

¿Qué me importan las befas o el renombre?

Troqué en oro el cabello, que está vivo.

Quién me dirá si en el secreto archivo

de Dios están las letras de mi nombre?

Quiero volver a las comunes cosas:

el agua, el pan, un cántaro, unas rosas…

10

Todos los ayeres, un sueño

Naderías. El nombre de Muraña,

una mano templando una guitarra,

una voz, hoy pretérita que narra

para la tarde una perdida hazaña

de burdel o de atrio, una porfía,

dos hierros, hoy herrumbre, que chocaron

y alguien quedó tendido, me bastaron

para erigir una mitología.

Una mitología ensangrentada

que ahora es el ayer. La sabia historia

de las aulas no es menos ilusoria

que esa mitología de la nada.

El pasado es arcilla que el presente

labra a su antojo. Interminablemente.

11

Piedras y Chile

Por aquí habré pasado tantas veces.

No puedo recordarlas. Más lejana

que el Ganges me parece la mañana

o la tarde en que fueron. Los reveses

de la suerte no cuentan. Ya son parte

de esa dócil arcilla, mi pasado,

que borra el tiempo o que maneja el arte

y que ningún augur ha descifrado.

Tal vez en la tiniebla hubo una espada,

acaso hubo una rosa. Entretejidas

sombras las guardan hoy en sus guaridas.

Sólo me queda la ceniza. Nada.

Absuelto de las máscaras que he sido,

seré en la muerte mi total olvido.

12

Milonga del infiel

Desde el desierto llegó

en su azulejo el infiel.

Era un pampa de los toldos

de Pincén o de Catriel.

El y el caballo eran uno,

eran uno y no eran dos.

Montado en pelo lo guiaba

con el silbido o la voz.

Había en su toldo una lanza

que afilaba con esmero;

de poco sirve una lanza

contra el fusil ventajero.

Sabía curar con palabras,

lo que no puede cualquiera.

Sabía los rumbos que llevan

a la secreta frontera.

De tierra adentro venía

y a tierra adentro volvió;

acaso no contó a nadie

las cosas raras que vio.

Nunca había visto una puerta,

esa cosa tan humana

y tan antigua, ni un patio

ni el aljibe y la roldana.

No sabía que detrás

de las paredes hay piezas

con su catre de tijera,

su banco y otras lindezas.

No lo asombró ver su cara

repetida en el espejo;

la vio por primera vez

en ese primer reflejo.

Los dos indios se miraron,

no cambiaron ni una seña.

Uno ‑¿cuál?‑ miraba al otro

como el que sueña que sueña.

Tampoco lo asombraría

saberse vencido y muerto;

a su historia la llamamos

la Conquista del Desierto.

13

Milonga del muerto

Lo he soñado en esta casa

entre paredes y puertas.

Dios les permite a los hombres

soñar cosas que son ciertas.

Lo he soñado mar afuera

en unas islas glaciales.

Que nos digan lo demás

la tumba y los hospitales.

Una de tantas provincias

del interior fue su tierra.

(No conviene que se sepa

que muere gente en la guerra).

Lo sacaron del cuartel,

le pusieron en las manos

las armas y lo mandaron

a morir con sus hermanos.

Se obró con suma prudencia,

se habló de un modo prolijo.

Les entregaron a un tiempo

el rifle y el crucifijo.

Oyó las vanas arengas

de los vanos generales.

Vio lo que nunca había visto,

la sangre en los arenales.

Oyó vivas y oyó mueras,

oyó el clamor de la gente.

El sólo quería saber

si era o si no era valiente.

Lo supo en aquel momento

en que le entraba la herida.

Se dijo No tuve miedo

cuando lo dejó la vida.

Su muerte fue una secreta

victoria. Nadie se asombre

de que me dé envidia y pena

el destino de aquel hombre.

14

Son los ríos

Somos el tiempo. Somos la famosa

parábola de Heráclito el Oscuro.

Somos el agua, no el diamante duro,

la que se pierde, no la que reposa.

Somos el río y somos aquel griego

que se mira en el río. Su reflejo

cambia en el agua del cambiante espejo,

en el cristal que cambia como el fuego.

Somos el vano río prefijado,

rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.

Todo nos dijo adiós, todo se aleja.

La memoria no acuña su moneda.

Y sin embargo hay algo que se queda

y sin embargo hay algo que se queja.

15

La joven noche

Ya las lustrales aguas de la noche me absuelven

de los muchos colores y de las muchas formas.

Ya en el jardín las aves y los astros exaltan

el regreso anhelado de las antiguas normas

del sueño y de la sombra. Ya la sombra ha sellado

los espejos que copian la ficción de las cosas.

Mejor lo dijo Goethe: Lo cercano se aleja.

Esas cuatro palabras cifran todo el crepúsculo.

En el jardín las rosas dejan de ser las rosas

quieren ser la Rosa.

16

On his blindness

Al cabo de los años me rodea

una terca neblina luminosa

que reduce las cosas a una cosa

sin forma ni color. Casi a una idea.

La vasta noche elemental y el día

lleno de gente son esa neblina

de luz dudosa y fiel que no declina.

y que acecha en el alba. Yo querría

ver una cara alguna vez. Ignoro

la inexplorada enciclopedia, el goce

de libros que mi mano reconoce,

las altas aves y las lunas de oro.

A los otros les queda el universo;

a mi penumbra, el hábito del verso.